Esta mañana, mientras estudiaba ascéticamente, como siempre, para mis próximos certámenes, me vi llevada, inconscientemente, a esos momentos de abstracción que aparecen justo cuando no son requeridos. De pronto, y en varias oportunidades, me encontré pensando, recordando e incluso hablando –con el aire o con el Caos- sobre asuntos que aparentemente, nada tenían que ver con los logógrafos jonios o con los humanistas italianos. Y, sin embargo, algo me decía que tenía absolutamente todo que ver con ello.
Cuando estudias historia hoy, 2012, no es como lo fue cuando estudiabas en el colegio, donde historia era básicamente el anecdotario de unos cuantos héroes y pueblos, más el anecdotario variable del que dispusiese tu profesor. Estudiar historia hoy te lleva inevitable, constante, terriblemente a repensarlo todo. Porque la historia de hoy se cuestiona a sí misma, y con ello, es el mundo construido, el mundo conocido para nosotros, ese universo “occidentaloso” adquirido vía pedagogía estatal, el que se ve finalmente puesto en duda. Y no sólo eso, no se trata ya de “duda” como la mera posibilidad del error, sino de la casi certeza del error hasta hace tan poco sostenido como consigna verdadera.
De pronto, mientras pasaba eternas páginas fotocopiadas, cada una con un subrayado amarillo fluorescente más exagerado que la anterior, revelaba nuevos mundos, descubría las capas ocultas detrás de la epidermis que toda la vida he conocido. El texto en sí no revela nada, sus palabras son potencialmente, tanto insípidas como trasformadoras. Somos nosotros los que hacemos la reacción. No sé que nos hace tomar los ingredientes allí dispuestos, clasificarlos, llevarlos al laboratorio mental que cada uno posee, y hacer de ellos, una sustancia reactiva. No. No se confunda, no pretendo resolver aquí tales dilemas, porque presumo que se tratan de procesos tan humanos como específicos. Mi laboratorio y el suyo, son distintos. Pero es porque tienen algo en común, por lo que podemos conversar de ellos.
Entre experimentos, derrames de ingredientes, cacerolas rebalsadas y más y más subrayado, parte de mi mente repetía constantemente una molesta costumbre, recordar:-“Recuerda lo que decía en el párrafo tal, ¿qué significaba esto?, no sabes nada, harás un pésimo certamen si sigues así, te quedan diez horas para 180 páginas, lees 10 páginas en…” así continuaba la terrible vocecilla, cantando una condena, castigándome por mis desvíos, neutralizando mis potenciales.
De vez en cuando, somos capaces de sobreponernos a los rígidos órdenes emanados del que se ubica por sobre nosotros en la organización vertical de la sociedad. Sólo de vez en cuando. Y generalmente lo pagamos muy caro, es decir, no en dinero. Sino en consecuencias sociales, siempre un tanto ético-morales. Pues, esta mañana me rehusé, muchas veces, demasiadas quizás, a respetar ese orden. No rechazaba la utilidad ni la motivación legítima detrás de su enunciación, pero me resistía a permitirle extender sus brazos sombríos a un territorio –mi laboratorio- que no es nada más que mío. No supe cómo, ni en qué momento, llegamos a un cómodo acuerdo, pero tan repentina como paulatinamente, el viaje a través de las hojas adquirió dos sentidos simultáneos. Por un lado, el declarado deseo de cumplir con la obligación impuesta: aprender la materia para el certamen, comprenderla dentro de lo posible. Y por el otro, se alzaba, glorioso y brillante, el correlato que desde el laboratorio se emitía: la reflexión, la relación, el acto último de comprensión. La asignación de sentido.
No. No se equivoque, no he dicho que he descubierto los sentidos ocultos de la historia, ni mucho menos la técnica perfecta para un buen estudio. De hecho, que me halle aquí, en vez de en la página 30 de mi libro, que vocifera desesperadamente sus deseos de convertirse en la 100, prueba que no he descubierto tales cosas. Pero creo, y esto es puramente personal, que he hallado ideas más valiosas que esas. El estudio no es, o no debiese ser, el cumplimiento de lo impuesto por el profesor. No debiese ser la práctica autómata de pasar páginas, destacar aquí y allá, alcanzar un límite, descansar; escribirlo todo intentando combatir el filtro natural de la mente, para luego proceder a olvidarlo. El estudio puede ser muchísimo más que eso, puede ser incitador de memorias que creíamos perdidas, puede ser alimento de banquetes lujosos y gloriosos, puede ser la reflexión que da paz tras los funerales de un tiempo que no volverá a ser el mismo; puede ser ingrediente, reflejo, sustrato, de una síntesis más grandiosa. Puede decidir, de pronto, abrirle las puertas de su laboratorio, invitarle a entrar, y esperar que una vez en el mágico lugar, ambos, usted y él, sean otros distintos.
¿Cómo es posible que crea y enuncie tal absurdo?, se preguntará tras haber leído y releído mi aparente verborrea. Pues, no sea iluso, no le responderé. Además, ¿cómo puedo explicar una realidad que es propia de lo que era antes de ingresar al laboratorio?, ¿cómo hallarle sentido a eso, cuando el sentido que conozco ahora es otro?, ¿cómo asegurarle que el prisma desde el cuál en este momento observo el mundo, es útil para observar mis ayeres? No puedo asegurarle nada. Tan sólo puedo limitarme a relatarle, con toda su relatividad, una experiencia particular.
Esta mañana he estado en un banquete: recuerdos pasados y vivencias presentes de comidas familiares, risas y festejos. Todo lo he visto de otra manera.
Me he regocijado en el ocio más puro: la permanencia eterna en la misma página 30, la observación profunda de todas las implicaciones que una palabra encierra; el largo viaje -con naufragio incluido-, hacia tierras escondidas entre las insignificantes líneas de una hoja, entre las rendijas diversas de mi cabeza.
He estado de duelo: empapándome de las tristezas negadas, permitiéndome sufrir las pérdidas de un pasado postergado, desaparecido en el mar de la ignorancia voluntaria. He derramado las lágrimas tan necesarias, por la muerte de los ideales de antaño, la caída de los otrora ídolos inmortales, el fracaso de los proyectos alguna vez propuestos y de los afectos de una familia encontrada, erigida y demolida por el tiempo.
He estado en un funeral: el del mundo en el que estudiar era un trámite. El del viejo orden en que estar en la página 30 de un libro, de una vida, de un planeta era insignificante, insuficiente, desventajoso. He celebrado, con banquete, ocio y duelo, el ocaso de una forma de ver la vida; con mis propias manos he abierto las puertas del depósito en el que ha ido a parar: ese abismo infinito, lejano, intocable…eternamente vigente, al que van a dar, tarde o temprano, los minutos de un tiempo presente.
*No se aflija, seguramente usted también inventará, por su cuenta, fórmulas que sólo tengan efecto en su propio laboratorio.
¡Hasta pronto!
Carla.